“La
vida es la cosa mejor que se ha inventado”, dice el arruinado militar
de charreteras apolilladas que después de librar cruentas batallas
invierte el resto de su vida con su mujer en espera de una pensión que
nunca llega.
La
frase, de ‘El coronel no tiene quien le escriba’, quizás es la más
adecuada para sintetizar el universo literario del Premio Nobel
colombiano que acaba de traspasar laureado los umbrales de la eternidad:
la vida, que ocupó provechosa y con voracidad imperturbable en el
oficio narrativo, desde su época de adolescente, cuando se probó
cuentista con ‘La tercera resignación’, relato que fue publicado en el
suplemento literario de El Espectador, por mecenazgo del jefe de
redacción de ese entonces, José Salgar, y de ahí en adelante, un
maratónico periplo por los esquivos vericuetos de la narrativa,
superando cualquier cantidad de obstáculos, hasta consagrarse con el
máximo galardón de las letras en Estocolmo, en 1982.
“La
vida es la cosa que mejor se ha inventado”, recitaba en su monólogo
sonámbulo el coronel de entreguerras, tratando de disimular el hambre y
el tedio de tantas tardes de espera, hasta quedar profundo en el sueño
protocolario de la muerte, mientras su mujer imaginaba el condumio
emergente con el gallo del hijo asesinado por un policía, único recurso
para resolver la gurbia derivada de la estrechez económica.
Vida
e invento. Dos palabras que marcaron la personalidad literaria de
García Márquez como dos siamesas que se retroalimentan a fuerza de
convivir, de soportarse, incluso de resignarse. La vida como fuente
inagotable de historias extraordinarias inspiradas en la idiosincrasia y
la mitología caribe, en sus personajes, en sus soles caniculares y
desiertos, en su algarabía de carnavales, pero también en sus racimos
decimonónicos de muertos, esos difuntos que la pluma del autor revivió
en sus imparables jornadas de duermevela hasta provocar una explosión en
cadena de sortilegios.
Ese
fue García Márquez: un rapsoda de la vida y de la finitud irremediable
del hombre, con todas sus proezas, desengaños y frustraciones; un
transgresor de la realidad al servicio de la imaginación; y por
supuesto, el inventor más desparpajado y alucinado del amor. No creo que
haya otra obra más vigorosa, desconcertante y sensual en los avatares
del corazón que ‘El amor en los tiempos del cólera’, con toda la ironía,
el humor y esa sutil desvergüenza a la que nos acostumbró el Premio
Nobel de Aracataca en todas y cada una de sus obras.
Si
‘La cándida Eréndira y su abuela desalmada’ es el master de sus
relatos; si ‘Cien años de soledad’ es la enciclopedia universal de la
imaginación; ‘El amor en los tiempos del cólera’ vendría a ser el mejor
manual para asomarse a eso que el doctor Juvenal Urbino, uno de los
protagonistas de la novela, denominó como “la cosa más difícil del
mundo”.
La
paciente espera del amor, las ridiculeces y los estragos del amor
(incluidos el insomnio, la anemia y el estreñimiento), la crueldad de
sus infidelidades, el sopor moribundo del desamor, la resignación del
acabóse, y la muerte como su cura inexorable, están presentes en esta
magna historia que uno no se cansa de releer, de tomar apuntes, de
memorizar y recitar, contagiado por el halo mágico de sus protagonistas,
en noches de luna llena y con vapores de alguna bebida espirituosa.
“…
Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad,
cuando él ya estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera
hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte,
cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor
tiene de hazaña física. (…) Entonces regresaba a la casa avergonzado de
su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor
para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de
culo en un brasero”, narra Gabo en el capítulo en que el doctor Juvenal
Urbino le pone los cuernos a su mujer con la señorita Bárbara Lynch,
doctora en Teología.
‘El
amor en los tiempos del cólera’ no es otro asunto que la trama épica de
un amor a tres bandas entre Juvenal Urbino, Fermina Daza y el eterno
enamorado de esta, Florentino Ariza, un desgarbado soñador que desde la
adolescencia se vestía como un viejo, y que tuvo la soberana paciencia
de aguantar cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días para
“reiterarle a Fermina el juramento de fidelidad eterna y amor para
siempre en su primera noche de viuda”.
Contar
el grueso del amor, paladearlo a su antojo, desmenuzarlo en fantásticas
minucias y volverlo a armar con el magisterio y la rotundidad de una
prosa magnífica, sólo se logra con el don de los iluminados, ese
obsequio que cada centuria los dioses entregan a ciertos elegidos, en
este caso, el hijo de Gabriel Eligio García, telegrafista de Aracataca, y
Luisa Santiaga Márquez, un matrimonio humilde del caribe colombiano,
territorio inspirador de quien años después y en ardua y vertiginosa
marcha de contador de historias, se erigió como el patriarca del
Realismo Mágico, el escritor más leído en lengua española, el artista de
la palabra que reinventó los orígenes del Caribe con una suerte de
biblia del trópico impregnada de humores de ciénaga, pestes de olvido,
cataclismos apocalípticos, Amarantas que se encerraban a matar alacranes
en el baño mientras comían tierra, bellísimas que ascendían al cielo
envueltas en sábanas, alquimistas que redimían la modorra generacional
fabricando pescaditos de oro, enamorados que se podrían de amor en los
meandros de sus frustraciones, y dinastías de orates y guerreros sin
remedio que no tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra.
No
cabe en la imaginación cómo serían los últimos años de Gabriel García
Márquez, capoteando su martirizante enfermedad, las incomodidades y los
temores de la vejez, esa angustia que se debe percibir en las
proximidades de la muerte; pero más doloroso aún, el desbarajuste
paulatino de su mente prodigiosa, creadora de rutilantes universos y de
un estilo incomparable que le confirió los designios de la inmortalidad.
Una
virtud capaz de rubricar en el arte narrativo párrafos de preciosa
filigrana como el que encabeza su novela máxima: “Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría
de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”.
Hoy,
su casona de la calle Fuego, la número 144 del exclusivo sector de
Pedregal del Ángel, de Ciudad de México, que compartió con su familia
durante los últimos treinta años, está en silencio. Ha partido el
agrimensor de Macondo, el gran cronista y escritor, el guionista,
ensayista y catedrático; el maestro que nos dejó como lección que “la
vida es la cosa mejor que se ha inventado”. Y que no da lugar a pasar
anónimo por ella. Que hay que vivir para contarla.
A
Mercedes Barcha, su esposa y compañera en las buenas y en las malas; a
sus hijos Rodrigo y Gonzalo; a sus hermanos y parientes, a sus amigos y
allegados; a sus sellos editoriales, a sus traductores del mundo; a
Carmen Balcells, su agente literaria de toda la vida; a sus biógrafos y
críticos, a la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI),
sentidas condolencias por la partida física del Nobel. Porque García
Márquez no morirá jamás. Su obra, su legado inconmensurable, perdurará
por los siglos de los siglos, a través de muchas generaciones, con la
misma pasión y entrega que él dejó como impronta de su inmenso y
prolífico trasegar literario.
Gracias, maestro.
Por Paco Apostol.
Blog La Pluma & La Herida
http://laplumalaherida.blogspot.com/
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