Epístola final
para Walter.
Decid cuando yo muera y el día esté lejano
Soberbio
y desdeñoso, pródigo y turbulento,
En el
vital deliquio por siempre insaciado,
Era una
llama al viento y el viento la apagó.
Walter, ese camino definitivo ya lo habías emprendido
hace tiempo, cuando subrepticiamente tu cerebro comenzó a acostumbrarse a la
penumbra, primero se habían revelado tus ojos que se obnubilaron casi por
completo, luego, tu brazo derecho cansado de servir de estandarte, se negó a
seguir escribiendo “Barricada”, después la nostalgia, la nausea, la dejadez y
el insomnio pertinaz, los escarceos con la muerte; sin embargo, nada de esas
cosas para ti elementales minaron tus
convencimientos, sabias que la huesa estaba muy
cerca y durante los últimos meses de tu vida se había convertido en tu
única obsesión.
Te despediste desdeñosamente
de éste mundo desigual y materialista donde no caben los soñadores, sin esperar
otro diciembre; ya habían pasado tantos! Ahora formas parte de la intemporalidad,
perteneces a la gran memoria cósmica, habitas lo insondable, eres una triza de la
vasta geodesia del universo; sin embargo, la arija que sembraste con las
paganas lizas de tus sueños, permanece ahí, en esta tierra indiferente, para que sirva de sustento a las alondras que prolongarán su
canto en las mañanas, para que despiertes presuroso cada día a transcribir tus experiencias como supiste
hacerlo a lo largo y ancho de tu vida.
A medida que
avanzamos por la vida el tiempo se comprime, se achiquita, se multiplican los
tantálicos y punzantes espetones de la
soledad: cuando me anunciaron tu partida, se me estrujó el alma y como un rayo
pasaron por mi mente un millón de recuerdos; aquellos años, cuando resolvimos
convocar ese pequeño grupo de rebeldes, que religiosamente, semana tras semana,
recurriendo a la clandestinidad,
asumíamos el evangelio marxista
de manera tan ardorosa, que agotada la
sesión, continuábamos las controversias
contigo que eras nuestro maestro, en constructivas bohemias, que finalizaban en
medio de entonadas declamaciones, especialmente de Porfirio Barba Jacob, de César
Vallejo, de Juana de Ibarbourou, de Miguel Hernández o Machado, que eran tus
poetas preferidos.
Eran años
tortuosos, en nuestra Salamina aún soplaban con fuerza los mefíticos vientos de
una aristocracia rancia, que imponía como en ninguna otra parte una marcada
diferenciación social que se basaba los apellidos; desdeñamos resueltamente tales cortapisas imponiendo nuestro abierto modo
de pensar, que escandalizaba a los
integrantes mojigatos y anacrónicos de una clase olorosa a viejo y a pachulí, que en su gran mayoría ocultaba sus
faltas con el paño inglés de sus mugrosos vestidos recién planchados.
Desde entonces,
como un blasón de guerra, iniciaste la publicación, primero de “La
Muralla”, con ese otro genial irreverente Leonidas Amaya, trompeta
para llamar a somatén cuando arriesgadamente
hizo irrupción la proscrita Unidad Popular Obrero Campesina UPOC, con el
fin de azuzar la unión de los desheredados, para después FUNDAR, así con
mayúscula, “Barricada”, que puntualmente
apareció por más de treinta años, a las seis y treinta de la mañana, frente al
Kiosco de la Plaza de Bolívar, escrito a mano alzada con paciencia de cisterciense,
convirtiéndose en fiel notario de los acontecimientos municipales y nacionales,
quedando registrados de manera severa y ágil, bucólicos paisajes, biografías
breves, crítica literaria, poesía, remembranzas. Desde ese cuartucho infeliz,
estrecho y frio que caritativamente te albergó por tantos años al que te
confinó el odioso sistema capitalista que tanto combatiste, salías cada mañana cartelera al hombro, cuando
apenas comenzaba a clarear la aurora y se desperezaba Helios, para cumplir el
ritual sagrado de colgar en el kiosco ese diario informal que tuvo tantos
adeptos, mientras otros lo miraban con displicencia.
Las bohemias, esas
largas y agobiantes bohemias que te doblegaban, que te servían de paliativo,
para trasquilar las insoportables
angustias existenciales que te carcomían por dentro, durante las cuales era
común verte monologar transfigurado, sumido en profundas y macabras chuscadas,
en íntima conversación consigo mismo y que solamente concluían cuando la última calderilla había abandonado tus siempre
escasas faltriqueras y, subastado el último libro, mueble o artículo de algún valor que incomprensiblemente, a pesar de tu penuria habías logrado conseguir, para quedar
trocados en unas gotas más de licor espirituoso, con el fin de alargar unos
instantes ese embelesamiento artificial; para luego afrontar esas resacas
desesperantes, intolerables, incomprendidas, absurdas, que algunas veces se
convertían en torturantes pesadillas, en
frenéticos onirismos mefistofélicos que
desentienden quienes no han soportado
las quemantes obnubilaciones del espíritu, ni han sufrido de tristes paroxismos
psicopáticos.
Privilegiado fui
por haber compartido tanto tiempo contigo, dialogamos por muchos días sobre lo divino y lo humano,
en las alturas frías y prodigiosas de ese paramo secular tapizado de chusque y de julitas, sobre las mil
tonalidades del verde, que imponente descansa más allá de San Félix donde hace
siesta el céfiro y la bruma;
intercambiamos opiniones sobre el verdadero fin de la literatura en las hondonadas
prodigiosas y vegetales de Morrón; reflexionamos prolongadamente sobre teorías
marxistas-leninistas, en improvisados e incómodos escabeles por largas horas
hasta ver desvanecer los vésperos de la tarde;
rememoramos historias casi olvidadas
protagonizadas por nuestros ancestros y reímos a mandíbula batiente recontando
hilaridades de personajes locales, en las faldas sembradas de cafetos y
florecidos guamos, tribunas cantoras de mirlas y azulejos en la vereda El
Perro; nos apiñamos en procesiones gigantescamente melancólicos acompañando cabizbajos el
cortejo lóbrego de muchísimos amigos y
cosa muy rara en ti, me contaste algunos espeluznantes episodios de
apariciones fantasmagóricas que increíblemente
te había correspondido vivir.
En los últimos
tiempos, cuando se había encogido tu figura, disminuido el oído; nostálgico y
retraído ya sin “la adarga al brazo”, frecuentabas los escaños del
parque, para rumiar recuerdos aun presentes en tu magín y solicitar una limosna
de calor al sol ecuménico y eterno; como
en un nítido cinematógrafo repasabas, huraño algunas veces, reminiscencias bizarras,
desarraigadas, huracanadas, corrosivas o amables, mientras nuestra parla se
desviaba caprichosa por los senderos laberínticos y estrechos de interminables e
inútiles disquisiciones filosóficas, desembocábamos en el ingrato tema de la
muerte y tenía la impresión le sonreías, pues, tu displicencia por la vida y por lo que pudiera alargarla eran
notorias, me sumía entonces en una enorme tristeza al presentir que esos
instantes tenían el salobre dejo de la
despedida definitiva, sintiéndome impotente para insuflar un poco de aliento a
tu aguda desesperanza.
Que ya estabas
maduro para la muerte me dijiste muchas veces; que ya te interesaba más el
vuelo de los pájaros que su canto; que preferías los cuarteles de invierno al
campo de batalla, que ya habías licenciado para siempre la péñola y querías
olvidar las grafías, que la verdadera dimensión del hombre debe
reconocerse en la templanza para
encarar la fatalidad y que ya habías vivido lo suficiente, que “aceptar
su propio destino es aceptar la libertad”, que ya no querías más camino, que el
hontanar afectivo e irrestañable tal vez se encontraría al otro lado del túnel
y valía la pena arriesgarse.
Tengo que confesar
sin embargo, que no son tan sencillas las despedidas eternas; que aunque un
poco tarde, extiendo mi mano para estrechar la tuya que conserva calor en el etéreo, que tal vez, como ya
trascendiste y vives para siempre y como ahora te encuentras sentado en el
dintel de los cielos, parlando
alegremente con Leonidas Amaya, con Horacio Marín y con Chicharra, poco debe
importarte la falta nos haces.
Hasta luego
generoso y estigmatizado amigo, que supiste afrontar sin inmutarte tantos
desdenes e incomprensiones; que viviste intensamente soportando calamidades
nerviosas, impulsos impublicables, peregrinajes horrendos por los escabrosos
caminos del alcohol en ocasiones necesarios para alcanzar estados místicos y atizar
el ingenio y el talento; que no tuviste miedo de “cultivar los vicios” a la
manera de Huxley, porque así fueron Arias Trujillo, César Vallejo, Barba Jacob, Charles Baudelaire, Gómez Jaquim y Vélez Sáenz.
De
simas no sondadas subía a las estrellas,
Un gran
dolor incógnito vibraba por su acento,
Fue
sabio en sus abismos –y humilde, humilde, humilde-
Porque
no es nada una llamita al viento.
FERNANDO MACIAS VASQUEZ
NOV.10 DE 2012
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